dilluns, 10 de desembre del 2012

La historia de Rosa

Las historias y los cuentos suelen empezar con “érase una vez…“; pues bien, “érase una vez una niña que no se quería nada a sí misma…“. Con esa frase se podría reducir la historia de mi vida, pero detrás de esa simple afirmación hay muchísimo que contar.
Desde siempre he tenido la sensación de ser menos que los demás, de ser juzgada con más dureza, de ser “distinta-para-mal”, como solía decir. En el colegio me sentía algo aislada, una especie de bicho raro para los demás, no ha sido hasta después de muchas terapias sobre mi infancia que he podido recordar que también hubo momentos felices, pero antes de trabajar estos temas yo sólo recordaba insultos, palizas y rechazo por parte de mis compañeros.
Siempre he tenido la sensación de estar comprando la amistad de la gente, tenía que ser perfecta para que el resto del mundo me quisiera: muy educada, dispuesta a todo… Esa era mi carta de presentación. Me esforzaba por destacar en algo constantemente, al principio fue en los estudios, luego, a los 14-15 años, llegó el cuerpo. Ahí empezó un largo y tortuoso camino hacia la frustración. Siempre he tenido algo de sobrepeso y por aquel entonces sentía que era lo único que se interponía entre el éxito, la popularidad, la felicidad y yo. Así que un verano me inventé mi propia dieta y perdí bastantes kilos; llegó septiembre y que mis compañeros no me reconocieran me hizo la persona más feliz del mundo… durante breves momentos. ¿Cómo iba a mantener ese cuerpo? Me seguía sintiendo mal conmigo misma, no era ni lo suficientemente delgada, ni lo suficientemente lista, así que huí, como tantas otras veces.
No era consciente de ello pero utilizaba muchísimo mi asma para escapar de todo. Cada vez que tenía una crisis grave acababa ingresada en el hospital, así que esas cuatro paredes se convertían en mi burbuja, una burbuja controlada donde me sentía protegida de esa competitividad tan horrible que me estaba matando por dentro. Cuando volvía a clase después de un par de meses aislada intentaba volver a luchar por ser la mejor, por llamar la atención… Mi vida era un cúmulo de mentiras, cuando conocía a alguien me inventaba y exageraba partes de mi vida para que me viera interesante (¿quién iba a fijarse en esa chica fea y aburrida?). La vida era un Infierno, la gente eran demonios que juzgaban todos mis movimientos, yo lo sentía así.
Ir por la calle era un suplicio, sentía todos los ojos puestos en mí, necesitaba mirarme en todos y cada uno de los espejos y cristales, la obsesión empezó a crecer y crecer y estalló a los 18 años, cuando me independicé. Continué el bachillerato a distancia y me puse a trabajar, mis padres llevaban separados unos tres años y mi relación con mi madre nunca había sido buena, así que creí que marcharme era lo mejor que podía hacer. Al vivir sola sentía que un nuevo mundo se abría ante mí, un mundo de descontrol donde podía hacer lo que quisiera sin que nadie se diera cuenta. Me encantaba que la gente dijera que era madura, precoz e inteligente por poder llevar una vida así con esa edad.
Por aquel entonces conocí a Álex, mi actual pareja, lo conocí por Internet mientras buscaba ayuda para hacer un trabajo del instituto y tras muchos meses de charlas interminables acabé por ir a conocerle en persona. El síntoma se disparó de nuevo, me encargué de que antes de visitarle mi cuerpo estuviera perfecto, así que cuando llegué a Sevilla lo hice con una falsa seguridad arrolladora. Su forma de tratarme hizo que me olvidara del cuerpo y de cualquier obsesión, al menos durante unos meses, me sentía protegida. Nunca imaginé que acabaría viviendo con él, pero así fue, me marché de Barcelona un año más tarde, lo dejé todo.
Mi primer año en Sevilla fue horrible, trabajaba muchísimo y mi ansiedad estaba descontrolada, los atracones eran casi diarios. En diciembre me empecé a pesar de nuevo y después de llorar durante varios días me dije a mí misma que ya estaba harta, que por fin -por enésima vez- iba a conseguir estar delgada. Creo que fueron los cinco peores meses de síntoma, perdí tanto peso que no podía levantarme, me mareaba, no podía concentrarme… Seguía sin estar delgada, seguía pareciendo una chica normalita, y eso para mí era lo peor; quería ser como esas chicas de Internet que colgaban fotos en páginas pro-ana, quería sentime ligera, quería ser especial. Quería tantas cosas… pero en realidad lo único que quería era desaparecer.
Empecé la universidad y aquello fue cuesta abajo, salir a la calle significaba llorar, hacer un examen significaba atracones, hablar con alguien significaba mentir… Mi cabeza era un hervidero, mi objetivo único en la vida era seguir adelgazando, pero ¿sabéis qué? ¡Yo no estaba enferma! ¿Yo tener un TCA? Imposible. Una noche desperté a Álex llorando, llevábamos una semana hablando de que algo en mí no iba bien. Él se dio cuenta de que tomaba pastillas cada dos por tres, de que me iba corriendo al baño después de las comidas y de tantas otras cosas que no cuadraban en una vida sana. Esa noche le dije que necesitaba ayuda. Quizá fue un momento de lucidez, el caso es que fui yo la que busqué el Centro ABB, en mi mente lo único que resonaba era que era una mentirosa, que yo no estaba enferma y lo único que quería era llamar la atención una vez más. Pero claro, nadie me había dicho que ese era el punto clave de mi enfermedad, que esa era mi enfermedad.
Cuando entré en ABB me agarré a las pautas como un síntoma más, quería seguir siendo perfecta costara lo que costara, la “paciente perfecta”. Pero ahí estaba mi grupo, ahí estaban mis terapeutas, y me abrieron los ojos y todo empezó a cambiar. Por otra parte tenía a mi pareja, a mi familia, a mis amigos, que me ayudaron en todo momento.
Desde entonces he luchado día a día por conocerme mejor, por superar muchísimos miedos, por romper los pilares en los que creía que se basaba mi vida. Y qué os puedo decir, ahora soy feliz, con mis problemas, con mis agobios, con todo lo que conforma mi vida.
Soy feliz y me quiero, y no creo que la vida sea nada más que disfrutar de ambas cosas.

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